La Travesía en Yola: Odiseas a Puerto Rico. Raúl Martínez Rosario

18. Prefería la muerte a ser deportado
Home
SOBRE OBRA Y AUTOR
En Honor y Dedicación
1: Al encuentro de otros Viajantes
4. El Retorno Derrotado
5. Sin trabajo sin dinero y acosado
6. Mis conpañeros para la adversidad
8. El tortuoso camino a Punta Cana
9: Las primeras horas de terror
11: Nuestra larga noche en El Caribe
12. Nuestro segundo dia en El Caribe
13. Lo inesperado en un islote
14. Arribo a playa puertorriqueña
15. Llegada a San Juan
18. Prefería la muerte a ser deportado
. RECONOCIMIENTO
Los Lectores Comentan La Travesía en Yola
Francisco Comarazamy del Listin Diario Comenta sobre La Travesia en yola
Los Periódicos Reportan sobre los viajes ilegales
Raul Martinez Rosario at Cunnecticut College
Sobre Migracion Haitiana a RD
Corrupción Política en Dominicana
Policia mata a delincuentes y a no delincuentes
Diferencia entre los dos partidos dominicanos mayoritario

     

     El día en que por fin intentaría mi viaje a Chicago llegó: sábado 26 de abril, ansioso, me levanté muy temprano. Mi tío y su esposa se marcharon a trabajar, a su regreso, por la tarde, me llevarían al aeropuerto. Quedé  solo en la casa batallando con mis angustias. Pensé que me sentaría mejor morirme que volver deportado a Santo Domingo. Consideré que todo lo que había logrado en mi vida hasta ese momento no valía la pena sino llegaba al Norte.  Imaginé lo mismo que me había estado perturbando el sueño cada noche: estaba de vuelta en Santo Domingo sin  trabajo y sin recurso alguno, pasando hambre y estrechez, y de nuevo ante los odiados pleitos de mamá.

 

     Mis pensamientos optimistas se hacían desabridos al batirse con los derrotistas. Mi mente era el campo enmarañado de una batalla jamás antes librada. Las horas, al pasar, me arrancaban esperanzas, recuerdos y sinsabores. "Lo lograré, pensaba, cruzaré ese aeropuerto. Yo soy fuerte y entiendo el problema. A cualquier cosa le haré frente y saldré victorioso. Yo merezco cruzar ese aeropuerto después de tanto sufrimiento que soporté para llegar hasta aquí. Además vivo en casa ajena. Mi tío me quiere, pero de todas formas estoy arrimado... ¡cóntrale, si me fuera bien y pasara! Ayer mostraron en la televisión a un grupo de treinta dominicanos indocumentados que repatriaron. Si me detienen, me llevarán esposado igual que a ellos. Me meterán a la cárcel y tendría mi hermano Gilberto que darse prisa y llevar dinero para arreglárselas con la policía para que yo salga libre el mismo día. ¿Y si mi hermano no apareciera a tiempo, o si no apareciera el dinero?  El dinero, cómo fastidia la vida el no tenerlo en un país donde impera la corrupción y hay que dejarse estafar para  salir de la cárcel, para sacar una licencia de conducir, aunque uno sepa manejar, para obtener una acta de nacimiento o un pasaporte o hasta para conseguir una cédula de identificación personal. Si uno no está dispuesto a dejarse timar, halla mil trabas para todo.  Luis,  al verme llegar,  se reirá. Yo lo haré callar. Me ruborizará un poco que todo el que supo que llegué hasta aquí me vea allá de nuevo. Pero tendré que acostumbrarme a todo eso. Además ha sido interesante conocer Puerto Rico. Podré hablar de esta isla hermosa; otros jamás han llegado hasta aquí... ¡pero no! ¿De qué me valdría haber venido? No puedo permitir que me pase lo peor. Nada puede ser peor que volver a Santo Domingo deportado.  Amo mi país, pero odio continuar siendo uno de sus siete millones de personas que ya están medio acostumbradas a que no haya luz ni agua, a que las calles no sirvan, a que en los hospitales no aparezca ni hilo para coserle las heridas a un paciente... debo ver el prado desde el otro lado. Tengo que ganar dólares, viajar, comprar libros, escuchar a la gente hablar inglés. Chicago debe ser una ciudad hermosa. La nieve blanca yo nunca he palpado. Si vuelvo derrotado a Santo Domingo tendré mucha lástima de mí. Si me apresan en el aeropuerto, debería morirme ahí mismo."

 

     Más tarde, mis pensamientos más optimistas ganaban la batalla. Fortalecido con ellos, sentía gran paz. Cuando llegamos al aeropuerto Luis Muñoz Marín, en Isla Verde, Puerto rico, yo tenía una serenidad que me dejaba atónito. Pero no quería meditar sobre ella. Temía que desapareciera en los trascendentales momentos en que por fin intentaría irme a los Estados Unidos. Mi tío me llevó al aeropuerto acompañado de Nereida y de Yhajaira. Nereida, por nerviosismo, prefirió esperar en el carro. Mi tío, cargando a su hija de dos años, fue conmigo hasta donde debía chequear mi boleto. Cuando yo estaba en la fila, mi tío se colocó a un lado. Estaba seguro de que él sentía más angustia que yo. Lo noté porque apretaba fuertemente a Yhajaira mientras con gestos impacientes miraba en todas direcciones. En el mostrador, entregué mi boleto. Una joven me atendió. Preguntó: