Cuando
la orilla se veía cercana, unos asieron sus ropas mojadas, otros socorrieron a las más necesitadas y casi todos, desesperados,
se apresuraron a lanzarse de la yola. Tocaban fondo al caer. Pero a causa del constante oleaje y del movimiento desordenado
con que se desmontaron, la embarcación se viró de costado. Sin embargo, empezaron a salir playa afuera mientras el agua chorreaba
por sus cuerpos. Los que llegamos prendidos a la yola también empezamos a aflorar
del agua. Nos convertimos, junto a los demás, en un hormiguero alborotado. Persistieron
algunos gritos y lamentos.
En minutos mis sueños se desvanecían.
Los demás debían de sentir el mismo sabor a hiel que experimentaba yo al ver alejarse a Puerto Rico más y más y al
imaginarme volviendo a casa fracasado. Las olas seguían bramando y el viento
aún rugía en las pencas de los cocoteros. Ya no brillaban la luna ni las estrellas;
la claridad total era un hecho. Y, entre toda esa gente mojada, aterida de frío, confusa y aún atemorizada, yo intentaba encontrar
a J