Era el nueve de enero y, mientras el sol caribeño escondía sus últimos hilos
anaranjados, nuestro auto, en dirección Este, recién emprendió el trayecto de Santo Domingo a La Romana. Leo, el capitán del viaje, manejaba en silencio y fumaba un cigarrillo mientras los otros ocupantes del
carro hablábamos del mar. Yo tenía veintitrés años, cuatrocientos dólares en
mi cartera y la determinación de llegar a los Estados Unidos. Pesaba ciento cuarenta libras, que hacían delgado mi cuerpo
de seis pies. Mis ojos de color café reflejaban aún ingenuidad, la ingenuidad que arrastraba desde antes de los años de mi
adolescencia pasados en devota entrega a la Iglesia Evangélica. Pensativo iba,
mientras el auto seguía desplazándose hacia el Este por la carretera rodeada por los inmensos campos verdes cubiertos de caña
de azúcar. "No te vayas en yola --me había dicho mi madre--; esos viajes son muy peligrosos. Mejor cásate y ten tus
hijos a temprana edad." Recordaba sus palabras regocijado por no haberle hecho
caso, pues, aún bajo el aire de tensión que producen esas travesías, ya yo sentía en mi aliento el sabor de la victoria, la
victoria de dejar un país de penurias y de miserias y de no volver a él hasta que mi suerte fuera un poco mejor. "Duraré siete
años sin volver a casa", planeaba, sin sospechar siquiera que habría de volver más pronto de lo que podía imaginar, molido
por una aplastante derrota.
--Tenemos que esperar a que la noche avance más para continuar el viaje a la playa --explicó Leo al tomar un desvío hacia uno de los barrios de La Romana--;
es más seguro hacer estos viajes en las madrugadas. Mientras tanto, ustedes habrán de esperar en uno de tres grupos que viajarán. Más tarde pasaremos a recogerlos. No
se preocupen, adonde los llevo es un sitio seguro, la gente es de mi confianza; además, la espera será de tan sólo unas horas.<
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