El día en que por fin intentaría mi viaje a Chicago llegó: sábado 26 de abril, ansioso,
me levanté muy temprano. Mi tío y su esposa se marcharon a trabajar, a su regreso, por la tarde, me llevarían al aeropuerto.
Quedé solo en la casa batallando con mis angustias. Pensé que me sentaría mejor
morirme que volver deportado a Santo Domingo. Consideré que todo lo que había logrado en mi vida hasta ese momento no valía
la pena sino llegaba al Norte. Imaginé lo mismo que me había estado perturbando
el sueño cada noche: estaba de vuelta en Santo Domingo sin trabajo y sin recurso
alguno, pasando hambre y estrechez, y de nuevo ante los odiados pleitos de mamá.
Mis pensamientos optimistas se hacían desabridos al batirse con los derrotistas. Mi mente
era el campo enmarañado de una batalla jamás antes librada. Las horas, al pasar, me arrancaban esperanzas, recuerdos y sinsabores.
"Lo lograré, pensaba, cruzaré ese aeropuerto. Yo soy fuerte y entiendo el problema. A cualquier cosa le haré frente y saldré
victorioso. Yo merezco cruzar ese aeropuerto después de tanto sufrimiento que soporté para llegar hasta aquí. Además vivo
en casa ajena. Mi tío me quiere, pero de todas formas estoy arrimado... ¡cóntrale, si me fuera bien y pasara! Ayer mostraron
en la televisión a un grupo de treinta dominicanos indocumentados que repatriaron. Si me detienen, me llevarán esposado igual
que a ellos. Me meterán a la cárcel y tendría mi hermano Gilberto que darse prisa y llevar dinero para arreglárselas con la
policía para que yo salga libre el mismo día. ¿Y si mi hermano no apareciera a tiempo, o si no apareciera el dinero? El dinero, cómo fastidia la vida el no tenerlo en un país donde impera la corrupción
y hay que dejarse estafar para salir de la cárcel, para sacar una licencia de
conducir, aunque uno sepa manejar, para obtener una acta de nacimiento o un pasaporte o hasta para conseguir una cédula de
identificación personal. Si uno no está dispuesto a dejarse timar, halla mil trabas para todo.
Luis, al verme llegar, se
reirá. Yo lo haré callar. Me ruborizará un poco que todo el que supo que llegué hasta aquí me vea allá de nuevo. Pero tendré
que acostumbrarme a todo eso. Además ha sido interesante conocer Puerto Rico. Podré hablar de esta isla hermosa; otros jamás
han llegado hasta aquí... ¡pero no! ¿De qué me valdría haber venido? No puedo permitir que me pase lo peor. Nada puede ser
peor que volver a Santo Domingo deportado. Amo mi país, pero odio continuar siendo
uno de sus siete millones de personas que ya están medio acostumbradas a que no haya luz ni agua, a que las calles no sirvan,
a que en los hospitales no aparezca ni hilo para coserle las heridas a un paciente... debo ver el prado desde el otro lado.
Tengo que ganar dólares, viajar, comprar libros, escuchar a la gente hablar inglés. Chicago debe ser una ciudad hermosa. La
nieve blanca yo nunca he palpado. Si vuelvo derrotado a Santo Domingo tendré mucha lástima de mí. Si me apresan en el aeropuerto,
debería morirme ahí mismo."
Más tarde, mis pensamientos más optimistas ganaban la batalla. Fortalecido con ellos,
sentía gran paz. Cuando llegamos al aeropuerto Luis Muñoz Marín, en Isla Verde, Puerto rico, yo tenía una serenidad que me
dejaba atónito. Pero no quería meditar sobre ella. Temía que desapareciera en los trascendentales momentos en que por fin
intentaría irme a los Estados Unidos. Mi tío me llevó al aeropuerto acompañado de Nereida y de Yhajaira. Nereida, por nerviosismo,
prefirió esperar en el carro. Mi tío, cargando a su hija de dos años, fue conmigo hasta donde debía chequear mi boleto. Cuando
yo estaba en la fila, mi tío se colocó a un lado. Estaba seguro de que él sentía más angustia que yo. Lo noté porque apretaba
fuertemente a Yhajaira mientras con gestos impacientes miraba en todas direcciones. En el mostrador, entregué mi boleto. Una
joven me atendió. Preguntó:
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