La Hija
Pero como el hombre
ponía muchos pretextos para evadirse de ayudarla, la mujer se encolerizó y frenética, antes de abandonar sola la oficina,
le empujó a Albertico encima y le gritó:
--¡Con este muchacho te quedas tú hoy! ¡Es tu hijo, cómetelo si no lo quieres tener
contigo! Bastante haré al quedarme con Pedrito y con Julia. Yo estoy al borde
de tirarme del puente desesperada manteniendo a tres muchachos sola mientras tú te das la buena vida.
Poco después, la madre
llevó su inconformidad a un juzgado y ante una jueza de apariencia apacible se llevó a cabo la acalorada disputa en qué el
hombre vestido de pordiosero insistía en que “no tenía ni en qué caerse muerto” y en qué la jueza, no creyéndole
del todo, al final, con voz estentórea, dio su veredicto:
--Usted, además de
permanecer con Albertico, habrá de pagar una mensualidad de cuarenta pesos para la manutención de los otros dos menores. Es
muy fácil procrear si después no hay que acordarse ni siquiera de que los hijos existen.
La madre recibió el
dinero el primero y el segundo mes. Entonces hubo dos meses de atraso. Pedrito acudía a buscar el dinero pero, alegando sus
muchas deudas y que los negocios no andaban bien, su padre le informaba que le tendría el dinero para el próximo mes. Al cumplirse
el tercer mes de atraso, Pedrito, de doce años, un año mayor que Julia, se negaba a regresar a buscar el dinero. Contrario
a Julia, él había reprobado en la escuela. Y su padre lo había amenazado:
--Si te vuelves a
quemar, antes de verme, dile a tu madre que te guarde sebo u otro linimento para que te roce en todo el cuerpo: te dejaré
la piel muy mal parada.
La madre, al cabo
de varios días, no había logrado persuadir a Pedrito de que volviera a donde su padre. Mostraba una testarudez que Julia nunca
había exhibido. Entonces, con su voz de comando, la madre ordenó:
--Julia, esta vez
irás tú donde tu padre. Dile que son tres meses. Tres meses --repitió enfatizando cada palabra mientras miraba a la niña con
ojos de fuego--: ciento veinte pesos. ¡No permitas que te dé menos, ese desgraciado! No me regreses con menos de ciento veinte
pesos.
A julia, alta y flacucha,
le aterraba la idea de ver aquel hombre. Tenía muy presentes recuerdos ingratos de los encuentros casuales que tuvo con él
en los que no la trató como hija suya. A pesar de ello, había razones para esperar que en esta ocasión las cosas fueran diferentes,
que él la tratara algo mejor: hacía buen tiempo que no la veía y por primera vez escuchaba comentarios favorables sobre él. Oía decir que su esposa lo convertía en un mejor hombre, que lo hacía asistir a la
iglesia, que él estaba cambiando.
Pero ningún comentario
escuchado aminoraba el pesar de Julia ante el momento cumbre de realizar el mandato ineludible. Mientras la madre la ayudaba a vestirse y a peinarse, Julia lloriqueó:
--Yo no quiero ir.
--¿Qué dijiste? --inquirió
la madre.
--¡Que no quiero ir!
–dejó la niña escuchar.
--No es cuestión de
gusto, es cuestión de sacrificio --explicó la madre--. Yo he estado viviendo mi vida sacrificada, haciendo cualquier cosa,
menos robar ni prostituirme para que vayan a la escuela y para que no me pasen tanta hambre.
Y su padre allá con carro, aire acondicionado y lujos. Logró engañar a la jueza presentándose como un mendigo; y ahora
ni siquiera la miserable pensión de cuarenta pesos al mes quiere pagar... que no son para mí; son para ustedes a quienes no
les compra ni un alfiler.
Se dispuso a hacer
el mandado, aunque hubiera dado cualquier cosa por no verle la cara a aquel hombre que no le permitía llamarle papá. Recordaba
algunas de las veces que lo hizo y que él le había reclamado: “No me llames papá; a tu padre lo mataron en la guerra.”
O cuando había protestado: “No me llames papá; me vas a poner viejo.” La última vez que lo vio fue por casualidad. Se encontraron ambos cuando coincidieron
en visitar en el mismo día a la madre del hombre. Hacía casi tres años de aquel encuentro.
En una media hora,
en transporte público, llegó al lugar donde él trabajaba: una escuela privada de la cual siempre oyó decir que era de su propiedad
y que él negaba que lo fuera para protegerse de solicitudes de parientes y amigos. Algunos le pedían becas u otras ayudas;
pero él estaba preparado. Uno de sus lemas: “Dando sólo ganan los boxeadores.” Arribó al lugar en los minutos en que despachaban a los alumnos de la tanda de
la tarde. La escuela tenía el nombre del más renombrado escritor nicaragüense, y este era, a la vez, el nombre del primer
hijo del nuevo matrimonio del hombre. La Dirección quedaba a medio pasillo, en el segundo piso. La niña subió la escalera
y, presa del terror, sentía las manos heladas, las piernas desforzadas y le parecía escuchar el latir apresurado de su corazón.
Se aproximó a la puerta y entró. En unos pocos instantes captó los detalles más
relevantes del lugar. La oficina, bastante amplia, al lado izquierdo tenía un
gran armario de caoba con puertas de cristal; dentro, contenía un esfigmógrafo, un estetoscopio, dos microscopios y otros
utensilios de laboratorios desconocidos para la niña. Sobre el armario, vio los huesos menudos de un esqueleto humano. A la
derecha, la pared de azul claro exhibía un tiburón de mediano tamaño disecado y bajo él una gran lamina del mapamundi. Frente
a los dos escritorios, algunas sillas.
Traía puesto su mejor
vestido: descolorido, miserable.
--¡Buenas tardes! --dijo Julia a la única persona que encontró en la oficina.
--¡Buenas tardes!
–respondió desde detrás de uno de los escritorios, una mujer de unos treinta años que vestía un elegante uniforme azul
que le venía bien a su piel blanca y su cabello de oro.
--¿En qué te puedo
ayudar? --dijo después del saludo.
--Quiero ver al Director –respondio Julia.
--El no se encuentra.
Soy la Subdirectora. ¿De qué se trata?
--Debo verlo
a él. Es un asunto personal.
--¿Personal? --se mostró intrigada--. Además soy su esposa. Tal vez, de todas formas, pueda ayudarte.
--Debo verlo a él
–insistió la niña
--Entonces espéralo,
no tardará en llegar.
Se sentó frente a
la mujer. Esperó por media hora. En ese tiempo, la mujer, con gran sutileza logró que la niña le dijera qué la llevó a ver
a su esposo. También le preguntó por su edad, por su madre y por su hermano Pedrito. Después de informarse de todo lo que
quiso saber, la mujer le confesó con tristeza:
--Cuando me casé con
tu padre, me hizo creer que no tenía ningún hijo. Ahora han comenzado a aparecer por aquí y por allá. Estoy que no hallo qué
hacer o qué decir.
Julia, a pesar de
la tensión, se sentía algo a gusto hablando con la mujer. Le dijo:
--Usted parece muy
buena persona. Otra en su lugar me trataría con rudeza.
--Pero tú no tienes
la culpa de nada –dijo pausadamente la mujer--. Te veo como si fueras hija mía. Tengo dos hijos con tu padre. Si nos
separáramos, no quisiera que ninguna otra mujer me les dé maltratos.
En esos instantes
se escucharon murmullos de gente que subía la escalera. Entre quienes hablaban Julia reconoció la voz de su padre. Cuando
hubieron subido, él se detuvo a la puerta. Asustada, como animalito acorralado, Julia lo miró. Primero, enfocó los zapatos
bien lustrados del hombre, luego subió la vista hasta abarcar su imagen completa. Era
alto y esbelto como lo recordaba. Había aumentado unas pocas libras desde la última vez que lo vio; pero mantenía aún el intenso
negror de su pelo, la misma brillantez de sus ojos, que más que mirar, parecían leer y los mismos altos y anchos hombros que
cubría bajo una guayabera impecablemente blanca. Dos hombres lo acompañaban. Se detuvieron tras él. Cuando se paró en el umbral,
primero miró a la niña; y luego miró a su mujer y le preguntó:
--¿Algún mensaje para
mí?
--No, sólo esta joven
que desea verte
--respondió la mujer.
El hombre echó otro
vitazo de arriba abajo a la niña, y volvió de prisa la vista a su mujer y le dijo:
--Regresaré en seguida.
Pasó a una aula cercana
seguido por lo dos hombres. Inspeccionaban el lugar. Él contestaba sus preguntas y les daba detalles sobre él número de estudiantes
y sobre las buenas condiciones de las paredes y de los sanitarios. Subieron además al tercer piso. Cuando bajaron despidió a los dos inspectores en el pasillo, frente a la puerta de la Dirección. Entonces
entró. Se sentó detrás del escritorio que había estado disponible. Revisó y organizó unos papeles. Levantó la cabeza e inclinó
el cuerpo hacia atrás. El sillón respondió estribándose. Se engrapó la barbilla entre el índice y el pulgar de la mano derecha
al tiempo que recargó el codo sobre el brazo acolchado de su asiento. Comenzó a mecerse con la cara ligeramente erguida y
la vista fija en ningún lugar. Después de unos instantes, sin aún mirar a la niña, con tono vacilante, como quien olvida algo,
dijo a su mujer:
--¿Dijiste que había
un mensaje?
Ella corrigió rápidamente:
--¡Ningún mensaje,
dije que esta joven quiere verte!
Entonces la miró con
rostro frío y sereno. Y con aire presuntuoso dijo las dos palabras:
--¡Dígame, joven!
Julia había estado
soportando un hondo dolor; pero ante esas palabras cedió, como al final cede la masa de nieve que inicia una avalancha, dejó
caer su largo pelo suelto sobre las huesudas piernas tiritantes y se echó a llorar desconsoladamente. Estaba segura de que
él sólo fingía no conocerla.
Al verla irrumpir
en llanto, el hombre se paró de prisa, caminó hacia ella. Antes de llegar pronunció la inconclusa oración:
--¡Ooh; pero esta
es!
Ella no supo si el
olvidó su nombre o si acaso no quiso decirlo. Al llegarse a ella, le posó una
mano en la espalda y palpó los huesos de la niña desiertos de carne.
--Ven. Ven acá –decía,
imprimiendo tono de lamento a su voz; a la vez, le hacía fuerza hacia el frente para desprenderla de la silla. La niña consintió.
Sé acotejó el pelo hacia atrás, se puso de pie y aturdida se dejó llevar fuera de la oficina. La condujo al aula cercana que
minutos antes había mostrado a los inspectores. Ella sollozaba cabizbaja. Él le pidió que no llorara. Le extendió su pañuelo
blanco. Ella temblorosa le empujó la mano en rechazo. Ante su gesto, él le levantó la barbilla con su mano derecha. La niña
pudo ver el semblante disgustado del hombre. Él la miró fijamente a los ojos y, en un tono que mediaba entre el lamento y
el reclamo, le dijo:
--No creas que te
he hecho esto a propósito. Sencillamente no te reconocí.
Por primera vez le
habló en casi tres años. Con voz entrecortada por los sollazos preguntó:
--¿Y por qué yo lo
conocí a usted en seguida?
Le soltó la barbilla.
Movió la cabeza a ambos lados como buscando qué contestar. Subió el pie derecho en un pupitre, se llevó la mano a la rodilla,
entonces respondió:
--Los adultos casi
no cambiamos físicamente; pero los niños cambian muchísimo. Además, en mi trabajo siempre estoy lidiando con cientos de estudiantes.
Donde quiera se me presentan algunos. A todos atiendo; pero a veces no sé quien es quien.
Incrédula,
con voz trémula, Julia le habló por segunda vez:
--Vine porque mi madre
me mandó a buscar un dinero.
El hombre entonces
suspiro profundamente. La niña subió la vista. El se rascó la cara parsimoniosamente y movió la cabeza asintiendo distraído.
Entonces entró la mano a su bolsillo, sacó la cartera y extrajo dos billetes. Colocó en ambas manos de la niña sendos billetes
y, en el mismo orden en que los puso, dijo:
--Este es para tu
madre, y este es para ti.
Era un billete de
veinte pesos seguido de uno de cinco. Julia protestó:
--¡Mi madre dijo que
son ciento veinte pesos!
--¡Llévele eso! –comandó
el hombre de modo intimidante--. Tu madre cree que yo soy rico.
Guardó su cartera
y le dio la espalda. Se acercaba a la puerta dejando el aula. Antes de salir se detuvo. Le preguntó en voz baja:
--¿En qué curso estás?
--Acabo de pasar a
quinto –respondió la niña. Y acaso esperaba una felicitación por promoverse de grado. El hombre, en cambio, dijo:
--Debo irme. Mi esposa
me espera para irnos a la casa.
El hombre caminó unos
pasos y entró a la Dirección mientras Julia, aturdida, pasó de largo, bajó la escalera y abandonaba de prisa el plantel. Cruzaba
la calle tan abstraída, que sólo en medio de la vía alcanzó a tener la sensación lejana de no haber tomado las precauciones
de rigor. Al cabo de unos segundos crecía y crecía el número de curiosos. El Director y su esposa, al partir, encontraron
el tumulto frente al plantel. Entre los aglomerados, unos cuantos zarandeaban a un hombre de mediana edad acusándolo de manejar
sin el cuidado requerido en un área escolar. Al principio, el Director vaciló un instante, pero, por la hora, quiso descartar
que pudiera ser un estudiante, hacía más de media hora que los habían retirado, pensó entonces en algún vendedor callejero
golpeado por el auto, pero descubrió que los ojos de muchos curiosos se clavaban en él, y esto disipaba sus dudas, debía tratarse
de algún estudiante que pudo haberse quedado merodeando por las instalaciones del local. Hasta escuchó claramente a una vieja
con voz lastimera clamar:
--“¡Pobre estudiante!”
Entonces se abrió paso entre la muchedumbre. Y sorprendido, muy sorprendido, reconoció el vestido destrozado y la notable
cabellera que cubría gran parte del bulto ensangrentado y semi deforme. La manita izquierda, al igual que la boca, permanecía
abierta, pero la mano derecha era un puñito que, bien apretado, resguardaba los veinte pesos para su madre.