La Travesía en Yola: Odiseas a Puerto Rico. Raúl Martínez Rosario

La testigo y otros cuentos

Home
SOBRE OBRA Y AUTOR
En Honor y Dedicación
1: Al encuentro de otros Viajantes
4. El Retorno Derrotado
5. Sin trabajo sin dinero y acosado
6. Mis conpañeros para la adversidad
8. El tortuoso camino a Punta Cana
9: Las primeras horas de terror
11: Nuestra larga noche en El Caribe
12. Nuestro segundo dia en El Caribe
13. Lo inesperado en un islote
14. Arribo a playa puertorriqueña
15. Llegada a San Juan
18. Prefería la muerte a ser deportado
. RECONOCIMIENTO
Los Lectores Comentan La Travesía en Yola
Francisco Comarazamy del Listin Diario Comenta sobre La Travesia en yola
Los Periódicos Reportan sobre los viajes ilegales
Raul Martinez Rosario at Cunnecticut College
Sobre Migracion Haitiana a RD
Corrupción Política en Dominicana
Policia mata a delincuentes y a no delincuentes
Diferencia entre los dos partidos dominicanos mayoritario

Acontinuacion el lector podrá leer 2 de los cuentos de la coleccion La testigo y Otros cuentos

de Raúl Martínez Rosario 

 

La Testigo

 

     Mi historia no es la más triste; lo juro.  Pero no me corresponde contar las ajenas: nunca robaría lo ajeno, aunque he sido despojada de las cosas de mayor valor que traía.  Los problemas comenzaron cuando no pude salir de Nueva York en el vuelo asignado.  Debí esperar hasta el siguiente día en que hubo cupo para mí. Éramos cuatro que habríamos de viajar juntas, pero yo, sólo yo corrí la suerte adversa de que mi vuelo me dejara. He viajado poco.  Es mi primera vez en este suelo de impúdicos y cleptómanos.  Nunca pensé que llegar con un día de retraso iba a significar tanta angustia, tanta pérdida, tanto dolor.  Desde mi llegada, en distintos lugares de este sitio, he visto seres sin rostro.  El aire esta viciado por el olor, el olor nauseabundo del órgano gangrenado.  He presenciado historias peores que la mía, pero prometí no contarlas.  En todo caso, muchas son parecidas a la que continuaré desenredando.

     Llevo tres días en este aeropuerto.  Tengo una herida en un costado.  Mi barriga esta flácida.  He perdido más de la mitad del peso con que llegué.  Los que laboran aquí a diario me conocen, pero me han perdido el interés: no se acercan a mi barriga sumida.  No me queda el dinero que traía en un sobre: “Para entregar a la abuela Virtudes.”  Perdí un reloj, muy caro: “Para Esperanza.” Y los tenis: “Para Dolores y Socorro.”  Ya no traigo zapatos.  No me queda ni la pasta ni el cepillo dental que traía en mi bolsillo delantero.  Anoche alguien habló de llevarme a su casa, pero cambió de idea: se llevó a una pequeña que estaba a mi lado.  Más tarde, en la penumbra, dos hombres, a hurtadillas, se acercaron maquinalmente.  No Tenían rostro ni la intención de llevarme.  Uno quedó a distancia, al acecho, el otro se acercó y, sin mediar palabra, sacó una filosa navaja y ágilmente me atacó.  Me sajó un costado.  No pude hacer el más mínimo ruido.  El otro vigilaba por si alguien se acercaba.  Mi atacante metió una mano por la larga herida; con la otra mano soportaba mi cuerpo.  Movía su mano dentro de mí como quien busca algo que ha perdido.  Me despojó de todo lo que quiso y me dejó tirada en el suelo.  Los dos se alejaron riendo: celebrando su hazaña y compartiendo lo hurtado.  Más tarde, pasó cerca de mí un mozalbete, el más joven de los que trabajan en el lugar.  Al verme tendida en el piso, me arrastró hacia un lado; pero no notó mi herida. Rebuscó en mi bolsillo delantero.  Y una pasta y un cepillo dental que halló, se llevó.

     Ahora veo llegar a un hombre con rostro.  Lo he visto antes. Hombres sin rostro lo traen a mí.  Me reconoce.  Nota mi desventura.  Aunque nervioso, cuidadosamente me inspecciona.  Encuentra mi herida.  Ira y dolor manan de su semblante.  Los hombres sin rostro aseguran que no ha pasado nada… que en todo caso, poco o nada se puede hacer.  El hombre con rostro se torna histérico.  Vocifera palabras obscenas.

    --¡Llévesela! --articularon los hombres sin rostro--. ¡No hallará ningún responsable!

     El hombre con rostro retorna a mí.  Me cierra la boca, que tenía entreabierta. Me carga en su espalda, sale del aeropuerto y maldice sin recato:

     --¡Ladrones descarados, hijos de puta!

     Camina hacia donde su compadre que en su vehículo nos espera.  Lleno de rabia le dice:

     --¡Este país no se arregla, compadre! ¡No hay respeto, maldita sea!  En Nueva York, tuvieron que ayudarme a cargarla, y cójale el peso ahora.  La vaciaron.  Se robaron, desde un sobre con un dinerito que Mercedita le envió a doña Virtudes, hasta mi pasta y mi cepillo dental.

 

 

 

 

La Hija

 

     Pero como el hombre ponía muchos pretextos para evadirse de ayudarla, la mujer se encolerizó y frenética, antes de abandonar sola la oficina, le empujó a Albertico encima y le gritó:

--¡Con este muchacho te quedas tú hoy! ¡Es tu hijo, cómetelo si no lo quieres tener contigo!  Bastante haré al quedarme con Pedrito y con Julia. Yo estoy al borde de tirarme del puente desesperada manteniendo a tres muchachos sola mientras tú te das la buena vida.

     Poco después, la madre llevó su inconformidad a un juzgado y ante una jueza de apariencia apacible se llevó a cabo la acalorada disputa en qué el hombre vestido de pordiosero insistía en que “no tenía ni en qué caerse muerto” y en qué la jueza, no creyéndole del todo, al final, con voz estentórea, dio su veredicto:

     --Usted, además de permanecer con Albertico, habrá de pagar una mensualidad de cuarenta pesos para la manutención de los otros dos menores. Es muy fácil procrear si después no hay que acordarse ni siquiera de que los hijos existen.

     La madre recibió el dinero el primero y el segundo mes. Entonces hubo dos meses de atraso. Pedrito acudía a buscar el dinero pero, alegando sus muchas deudas y que los negocios no andaban bien, su padre le informaba que le tendría el dinero para el próximo mes. Al cumplirse el tercer mes de atraso, Pedrito, de doce años, un año mayor que Julia, se negaba a regresar a buscar el dinero. Contrario a Julia, él había reprobado en la escuela. Y su padre lo había amenazado:

     --Si te vuelves a quemar, antes de verme, dile a tu madre que te guarde sebo u otro linimento para que te roce en todo el cuerpo: te dejaré la piel muy mal parada.

     La madre, al cabo de varios días, no había logrado persuadir a Pedrito de que volviera a donde su padre. Mostraba una testarudez que Julia nunca había exhibido. Entonces, con su voz de comando, la madre ordenó:

     --Julia, esta vez irás tú donde tu padre. Dile que son tres meses. Tres meses --repitió enfatizando cada palabra mientras miraba a la niña con ojos de fuego--: ciento veinte pesos. ¡No permitas que te dé menos, ese desgraciado! No me regreses con menos de ciento veinte pesos.

     A julia, alta y flacucha, le aterraba la idea de ver aquel hombre. Tenía muy presentes recuerdos ingratos de los encuentros casuales que tuvo con él en los que no la trató como hija suya. A pesar de ello, había razones para esperar que en esta ocasión las cosas fueran diferentes, que él la tratara algo mejor: hacía buen tiempo que no la veía y por primera vez escuchaba comentarios favorables sobre él.  Oía decir que su esposa lo convertía en un mejor hombre, que lo hacía asistir a la iglesia, que él estaba cambiando.

     Pero ningún comentario escuchado aminoraba el pesar de Julia ante el momento cumbre de realizar el mandato ineludible.  Mientras la madre la ayudaba a vestirse y a peinarse, Julia lloriqueó:

     --Yo no quiero ir.

     --¿Qué dijiste? --inquirió la madre.

     --¡Que no quiero ir! –dejó la niña escuchar.

     --No es cuestión de gusto, es cuestión de sacrificio --explicó la madre--. Yo he estado viviendo mi vida sacrificada, haciendo cualquier cosa, menos robar ni prostituirme para que vayan a la escuela y para que no me pasen tanta hambre.  Y su padre allá con carro, aire acondicionado y lujos. Logró engañar a la jueza presentándose como un mendigo; y ahora ni siquiera la miserable pensión de cuarenta pesos al mes quiere pagar... que no son para mí; son para ustedes a quienes no les compra ni un alfiler.

     Se dispuso a hacer el mandado, aunque hubiera dado cualquier cosa por no verle la cara a aquel hombre que no le permitía llamarle papá. Recordaba algunas de las veces que lo hizo y que él le había reclamado: “No me llames papá; a tu padre lo mataron en la guerra.”  O cuando había protestado: “No me llames papá; me vas a poner viejo.”  La última vez que lo vio fue por casualidad. Se encontraron ambos cuando coincidieron en visitar en el mismo día a la madre del hombre. Hacía casi tres años de aquel encuentro. 

     En una media hora, en transporte público, llegó al lugar donde él trabajaba: una escuela privada de la cual siempre oyó decir que era de su propiedad y que él negaba que lo fuera para protegerse de solicitudes de parientes y amigos. Algunos le pedían becas u otras ayudas; pero él estaba preparado. Uno de sus lemas: “Dando sólo ganan los boxeadores.”  Arribó al lugar en los minutos en que despachaban a los alumnos de la tanda de la tarde. La escuela tenía el nombre del más renombrado escritor nicaragüense, y este era, a la vez, el nombre del primer hijo del nuevo matrimonio del hombre. La Dirección quedaba a medio pasillo, en el segundo piso. La niña subió la escalera y, presa del terror, sentía las manos heladas, las piernas desforzadas y le parecía escuchar el latir apresurado de su corazón. Se aproximó a la puerta y entró.  En unos pocos instantes captó los detalles más relevantes del lugar.  La oficina, bastante amplia, al lado izquierdo tenía un gran armario de caoba con puertas de cristal; dentro, contenía un esfigmógrafo, un estetoscopio, dos microscopios y otros utensilios de laboratorios desconocidos para la niña. Sobre el armario, vio los huesos menudos de un esqueleto humano. A la derecha, la pared de azul claro exhibía un tiburón de mediano tamaño disecado y bajo él una gran lamina del mapamundi. Frente a los dos escritorios, algunas sillas.

     Traía puesto su mejor vestido: descolorido, miserable.

     --¡Buenas tardes!  --dijo Julia a la única persona que encontró en la oficina.

     --¡Buenas tardes! –respondió desde detrás de uno de los escritorios, una mujer de unos treinta años que vestía un elegante uniforme azul que le venía bien a su piel blanca y su cabello de oro.

     --¿En qué te puedo ayudar?  --dijo después del saludo.

     --Quiero ver al Director  –respondio Julia.

     --El no se encuentra. Soy la Subdirectora. ¿De qué se trata?

      --Debo verlo a él. Es un asunto personal.

     --¿Personal?  --se mostró intrigada--. Además soy su esposa. Tal vez, de todas formas, pueda ayudarte.

     --Debo verlo a él –insistió la niña

     --Entonces espéralo, no tardará en llegar.

     Se sentó frente a la mujer. Esperó por media hora. En ese tiempo, la mujer, con gran sutileza logró que la niña le dijera qué la llevó a ver a su esposo. También le preguntó por su edad, por su madre y por su hermano Pedrito. Después de informarse de todo lo que quiso saber, la mujer le confesó con tristeza:

     --Cuando me casé con tu padre, me hizo creer que no tenía ningún hijo. Ahora han comenzado a aparecer por aquí y por allá. Estoy que no hallo qué hacer o qué decir.

     Julia, a pesar de la tensión, se sentía algo a gusto hablando con la mujer. Le dijo:

     --Usted parece muy buena persona. Otra en su lugar me trataría con rudeza.

     --Pero tú no tienes la culpa de nada –dijo pausadamente la mujer--. Te veo como si fueras hija mía. Tengo dos hijos con tu padre. Si nos separáramos, no quisiera que ninguna otra mujer me les dé maltratos.

     En esos instantes se escucharon murmullos de gente que subía la escalera. Entre quienes hablaban Julia reconoció la voz de su padre. Cuando hubieron subido, él se detuvo a la puerta. Asustada, como animalito acorralado, Julia lo miró. Primero, enfocó los zapatos bien lustrados del hombre, luego subió la vista hasta abarcar su imagen completa.  Era alto y esbelto como lo recordaba. Había aumentado unas pocas libras desde la última vez que lo vio; pero mantenía aún el intenso negror de su pelo, la misma brillantez de sus ojos, que más que mirar, parecían leer y los mismos altos y anchos hombros que cubría bajo una guayabera impecablemente blanca. Dos hombres lo acompañaban. Se detuvieron tras él. Cuando se paró en el umbral, primero miró a la niña; y luego miró a su mujer y le preguntó:

     --¿Algún mensaje para mí?

     --No, sólo esta joven que desea verte              --respondió la mujer.

     El hombre echó otro vitazo de arriba abajo a la niña, y volvió de prisa la vista a su mujer y le dijo:

     --Regresaré en seguida.

     Pasó a una aula cercana seguido por lo dos hombres. Inspeccionaban el lugar. Él contestaba sus preguntas y les daba detalles sobre él número de estudiantes y sobre las buenas condiciones de las paredes y de los sanitarios. Subieron además al tercer piso.  Cuando bajaron despidió a los dos inspectores en el pasillo, frente a la puerta de la Dirección. Entonces entró. Se sentó detrás del escritorio que había estado disponible. Revisó y organizó unos papeles. Levantó la cabeza e inclinó el cuerpo hacia atrás. El sillón respondió estribándose. Se engrapó la barbilla entre el índice y el pulgar de la mano derecha al tiempo que recargó el codo sobre el brazo acolchado de su asiento. Comenzó a mecerse con la cara ligeramente erguida y la vista fija en ningún lugar. Después de unos instantes, sin aún mirar a la niña, con tono vacilante, como quien olvida algo, dijo a su mujer:

     --¿Dijiste que había un mensaje?

     Ella corrigió rápidamente:

     --¡Ningún mensaje, dije que esta joven quiere verte!

     Entonces la miró con rostro frío y sereno. Y con aire presuntuoso dijo las dos palabras:

     --¡Dígame, joven!

     Julia había estado soportando un hondo dolor; pero ante esas palabras cedió, como al final cede la masa de nieve que inicia una avalancha, dejó caer su largo pelo suelto sobre las huesudas piernas tiritantes y se echó a llorar desconsoladamente. Estaba segura de que él sólo fingía no conocerla.

     Al verla irrumpir en llanto, el hombre se paró de prisa, caminó hacia ella. Antes de llegar pronunció la inconclusa oración:

     --¡Ooh; pero esta es!

     Ella no supo si el olvidó su nombre o si acaso no quiso decirlo.  Al llegarse a ella, le posó una mano en la espalda y palpó los huesos de la niña desiertos de carne.

     --Ven. Ven acá –decía, imprimiendo tono de lamento a su voz; a la vez, le hacía fuerza hacia el frente para desprenderla de la silla. La niña consintió. Sé acotejó el pelo hacia atrás, se puso de pie y aturdida se dejó llevar fuera de la oficina. La condujo al aula cercana que minutos antes había mostrado a los inspectores. Ella sollozaba cabizbaja. Él le pidió que no llorara. Le extendió su pañuelo blanco. Ella temblorosa le empujó la mano en rechazo. Ante su gesto, él le levantó la barbilla con su mano derecha. La niña pudo ver el semblante disgustado del hombre. Él la miró fijamente a los ojos y, en un tono que mediaba entre el lamento y el reclamo, le dijo:

     --No creas que te he hecho esto a propósito. Sencillamente no te reconocí.

     Por primera vez le habló en casi tres años. Con voz entrecortada por los sollazos preguntó:

     --¿Y por qué yo lo conocí a usted en seguida?

     Le soltó la barbilla. Movió la cabeza a ambos lados como buscando qué contestar. Subió el pie derecho en un pupitre, se llevó la mano a la rodilla, entonces respondió:

     --Los adultos casi no cambiamos físicamente; pero los niños cambian muchísimo. Además, en mi trabajo siempre estoy lidiando con cientos de estudiantes. Donde quiera se me presentan algunos. A todos atiendo; pero a veces no sé quien es quien.

     Incrédula, con voz trémula, Julia le habló por segunda vez:

     --Vine porque mi madre me mandó a buscar un dinero.

     El hombre entonces suspiro profundamente. La niña subió la vista. El se rascó la cara parsimoniosamente y movió la cabeza asintiendo distraído. Entonces entró la mano a su bolsillo, sacó la cartera y extrajo dos billetes. Colocó en ambas manos de la niña sendos billetes y, en el mismo orden en que los puso, dijo:

     --Este es para tu madre, y este es para ti.

     Era un billete de veinte pesos seguido de uno de cinco. Julia protestó:

     --¡Mi madre dijo que son ciento veinte pesos!

     --¡Llévele eso! –comandó el hombre de modo intimidante--. Tu madre cree que yo soy rico.

     Guardó su cartera y le dio la espalda. Se acercaba a la puerta dejando el aula. Antes de salir se detuvo. Le preguntó en voz baja:

     --¿En qué curso estás?

     --Acabo de pasar a quinto –respondió la niña. Y acaso esperaba una felicitación por promoverse de grado. El hombre, en cambio, dijo:

     --Debo irme. Mi esposa me espera para irnos a la casa.

     El hombre caminó unos pasos y entró a la Dirección mientras Julia, aturdida, pasó de largo, bajó la escalera y abandonaba de prisa el plantel. Cruzaba la calle tan abstraída, que sólo en medio de la vía alcanzó a tener la sensación lejana de no haber tomado las precauciones de rigor. Al cabo de unos segundos crecía y crecía el número de curiosos. El Director y su esposa, al partir, encontraron el tumulto frente al plantel. Entre los aglomerados, unos cuantos zarandeaban a un hombre de mediana edad acusándolo de manejar sin el cuidado requerido en un área escolar. Al principio, el Director vaciló un instante, pero, por la hora, quiso descartar que pudiera ser un estudiante, hacía más de media hora que los habían retirado, pensó entonces en algún vendedor callejero golpeado por el auto, pero descubrió que los ojos de muchos curiosos se clavaban en él, y esto disipaba sus dudas, debía tratarse de algún estudiante que pudo haberse quedado merodeando por las instalaciones del local. Hasta escuchó claramente a una vieja con voz lastimera clamar:        

     --“¡Pobre estudiante!”

     Entonces se abrió paso entre la muchedumbre. Y sorprendido, muy sorprendido, reconoció el vestido destrozado y la notable cabellera que cubría gran parte del bulto ensangrentado y semi deforme. La manita izquierda, al igual que la boca, permanecía abierta, pero la mano derecha era un puñito que, bien apretado, resguardaba los veinte pesos para su madre.